La Palabra Biblia viene del griego, Biblos, ciudad donde se hacían los papiros en Grecia para la escritura. Significa “los libros”, y es una pequeña biblioteca, compuesta, para el cristiano católico, por 46 libros del Antiguo Testamento, y 27 libros del Nuevo. Algunas ediciones traen 47 libros en el AT, porque separan el capítulo 6 de Baruc, secretario del profeta Jeremías, y lo colocan como “carta de Jeremías”.
Los libros bíblicos comenzaron a escribirse alrededor del siglo X a.C., en la corte del Rey Salomón, donde había lugar para el ocio (el “otium” griego), la lectura y la escritura. En la corte del hijo del Rey David comienza, por lo tanto, también la actividad literaria.
Los lugares principales de los hechos bíblicos, son principalmente la Antigua Mesopotamia, hoy compuesta por Siria, Irak e Irán, la actual Israel, la Península Arábiga y Egipto, para los hechos del Antiguo Testamento.
Para los hechos del Nuevo Testamento, se agregan los territorios conquistados por el griego Alejandro Magno, y en tiempos de Jesús ocupados por el Imperio Romano, que abarcan prácticamente la actual Europa, el norte de África y las Islas Británicas. En el imperio, por lo tanto, se hablaba la lengua griega, impuesta por Alejandro, que en 10 años, entre el 333 y el 323 a.C., realizó sus conquistas, comenzando cuando sólo tenía 23 años. Existía el griego “culto” y el griego “popular”. Éste último se utilizaba cotidianamente en el imperio, y su nombre era “koiné”.
Cánones de la Biblia.
Los judíos tenían dos cánones o conjunto de libros del AT: Un canon corto, el de Palestina, escrito en hebreo, con 39 libros. Un canon largo, el de Alejandría, escrito en griego, con 46 libros. Éste era utilizado por los judíos que vivían diseminados por el Imperio, fuera de Israel, y que ya no hablaban el hebreo.
Los siete libros que se agregan al “canon corto” se llaman “deuterocanónicos” (nuevos en el canon), y son: Judit, Tobías, I y II Macabeos, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc. Y algunos trozos de Daniel y Esther. La versión griega se llama también de los “Setenta”, porque se le atribuye a 70 sabios que la tradujeron al griego alrededor del siglo II a.C.. Los cristianos utilizaron enseguida esta traducción, ya que, extendidos por todo el imperio, hablaban la koiné. Y el NT cita esta versión griega. Para diferenciarse de los cristianos, los judíos, recién en el siglo II dC, adoptaron el canon corto de 39 libros.
Los hermanos separados de occidente, inspirados por Martín Lutero, también se remitieron, desde el s. XVI, al canon corto de Palestina, agregando a él los 27 libros del NT, por lo que su versión de la Biblia es de 66 libros, traducida por los egregios biblistas Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, versión que, con leves modificaciones, conservan hasta el día de hoy. Se caracteriza porque no tiene introducciones ni notas, pero sí abundantes concordancias bíblicas.
En ausencia de Biblia católica, éstos fieles pueden, con toda tranquilidad, usar esta versión, ya que no traiciona los textos originales. Lo único es que no van a contar con los 7 libros Deuterocanónicos.
En el siglo IV, en el Imperio ya no se hablaba más el griego clásico ni el popular. La lengua era el latín. Latín culto en las cortes, latín popular en el pueblo. La Iglesia adopta el latín popular como su lengua, hasta el día de hoy. El Papa Dámaso, por lo tanto, en el s. IV, pide a San Jerónimo, el más grande lingüista y hebraísta de su tiempo, y el más grande biblista de todos los tiempos, que traduzca la Biblia al Latín. Compone entonces el tercer canon, llamado la “Vulgata”, por traducir los libros del hebreo original al latín vulgar (que hablaba el vulgo) de su tiempo. La Iglesia continúa manteniendo la pronunciación del latín vulgar en la edición típica de sus documentos y en el Canto Gregoriano, sencillo y simple, que vino a reemplazar las pomposas Misas de los clásicos (Mozart, Bach, Beethoven), que colocaban la atención de la gente en su magnificencia más que en el misterio que se celebraba.
Las Biblias católicas son fácilmente reconocibles por sus notas e introducciones. Además poseen el nombre del Censor eclesiástico que revisó la traducción con el“Nihil Obstat”, y el “Imprimatur” del Obispo que autoriza su publicación.
Existen algunas Biblias como la conocida vulgarmente como la Latinoamericana que no son aptas para el uso litúrgico en ninguna de las iglesias o capillas, ni en ninguna de las ceremonias litúrgicas que se realicen.
Fuente: Ediciones "Dialogando"
Autor: Gustavo Daniel D´Apice
Profesor de Teología.
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