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domingo, 1 de julio de 2012

Yo estuve en misa.


13º DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO.
(Marcos 5, 21-43.)


Muchas curaciones y unas cuantas revivificaciones realizó Jesús entre sus milagros.  El Evangelio de hoy nos trae una curación y una revivificación conectadas entre sí.  Se trata de la hijita de Jairo, que muere mientras el Señor se retrasa en la curación de la hemorroísa (Mc. 5, 21-43).

Sucedió que al llegar Jesús con los Apóstoles a Cafarnaún, al bajar de la barca se le acercó mucha gente.  Entre la muchedumbre estaba el jefe de la sinagoga, llamado Jairo, quien le pide muy preocupado:  “Mi hijita está muy grave.  Ven a poner tus manos sobre ella para que se cure y viva”.  Mientras comenzó su camino junto con Jairo, el gentío seguía a Jesús y muchos lo tocaban y lo estrujaban.
Entre éstos una mujer que desde hacía 12 años sufría un flujo de sangre tan grave que había gastado todo su dinero en médicos y medicinas, pero iba de mal en peor.  Ella, llena de fe y esperanza en el único que podía curarla, se metió en medio de la multitud, pensando que si al menos lograba tocar el manto de Jesús, quedaría curada.  Corrió un riesgo esta mujer, pues según los conceptos judíos era “impura” y contaminaba a cualquiera que tocara, por lo cual no debía mezclarse con el gentío, mucho menos tocar a Jesús.  Por ello toca el manto, “pensando que son sólo tocar el vestido se curaría”.   ¡Así sería de fuerte su fe!
Ella no sabía realmente quién era Jesús, pero tenía fe que la curaría.  Todas estas consideraciones explican la tardanza de la mujer para salir adelante e identificarse ante Jesús, que pedía saber quién le había tocado el manto.
En efecto, nos cuenta el Evangelio que el Señor sintió que un poder milagroso había salido de El, por lo que preguntó -como si no lo supiera- quién le había tocado el manto.  Se detuvo hasta que logró que la mujer se le identificara.  Y al tenerla postrada frente a El, le reconoce la fortaleza de su fe cuando le dice:  “Tu fe te ha salvado”.

Notemos que el Señor no le dice que su fe la había “sanado”, sino que la había “salvado”.  Y es así, porque toda sanación física en que reconocemos la intervención divina -y en todas interviene Dios, aunque no nos demos cuenta- no sólo sana, sino que salva.  La sanación física no es lo más importante:  es como una añadidura a la salvación.  Si no hay cambio interior del alma, por la fe y la confianza en Dios, de poco o nada sirve la sanación física para el bienestar espiritual.
En cuanto a las curaciones, otra cosa importante de revisar son las muchas maneras cómo Dios sana.  Unas veces puede sanar en forma directa y milagrosa, como este caso de la hemorroísa:  con sólo tocarlo.  Otras veces usa medios materiales, como el caso del ciego, cuando tomó tierra la mezcló con saliva e hizo un barro que untó en los ojos del ciego.  Otras veces no usa ningún medio, sino su palabra o su deseo.  Unas veces sana de lejos, como al criado del Centurión.   Unas veces sana enseguida, otras veces progresivamente, como el caso de los 10 leprosos, que se dieron cuenta que iban sanando mientras iban por el camino a presentarse a las autoridades.
Lo importante es saber que en toda sanación interviene Dios, aunque ni médicos ni pacientes lo consideren, es así:  Dios sana directa o indirectamente.  Toda sanación es un milagro en que Dios permanece anónimo ... si no nos queremos dar cuenta de su intervención.
Y cuando no hay sanación física, debemos saber que también Dios está interviniendo. Y hay que tener cuidado, porque las actitudes equivocadas que tengamos ante enfermedades -propias o de personas cercanas- pueden ser motivo de muchos males espirituales, debido a las actitudes de rebeldía y de rechazo que tengamos ante ellas.  Pero, aceptadas en Dios;  es decir:  aceptando la voluntad de Dios, aceptando lo que El tenga dispuesto en su infinita Sabiduría, las enfermedades pueden ser causa de muchos bienes espirituales.  Tal es el caso de un San Ignacio de Loyola, por ejemplo, quien se convirtió -y llegó a ser el Santo que es- mientras estaba convaleciente de una herida de guerra en su pierna.
Volviendo al Evangelio:  a todas éstas, ¡cómo estaría Jairo de impaciente por el retraso!  Y, en efecto, en el mismo momento en que la hemorroísa está postrada ante Jesús, avisan que ya su hijita había muerto.  Por cierto, la niña tenía 12 años de edad, el mismo tiempo que tenía la mujer con hemorragias.  Jesús, entonces, prosigue el camino hacia la casa de Jairo, pero discretamente, con Pedro, Santiago y Juan.  Notemos que Jesús trataba de esconder los milagros más impresionantes.  Con esto evitaba el ser considerado como candidato a un mesianismo político y temporal, muy distinto de su mesianismo divino y eterno.
Al llegar a la casa, aplaca a todo el mundo y declara que la niña no está muerta, sino que duerme.  Saca a todos fuera, y sólo delante de los tres discípulos y de los padres de la niña, la hizo volver del sueño de la muerte.
Para el Señor la muerte es como un sueño.  Para El es tan fácil levantar a alguien de un sueño, como lo será el levantarnos a todos de la muerte.
Y de ese “sueño” nos despertará cuando vuelva para realizar la resurrección de todos los muertos.  Esta niña volvió a la vida terrena, a la misma vida que tenía antes de morir.  Todas las revivificaciones realizadas por el Señor -la de Lázaro, la del hijo de la viuda de Naím y ésta- son ciertamente milagros muy grandes.  Pero mayor milagro será cuando a todos nosotros nos haga volver a una vida gloriosa, cuando nos resucite en el último día.  Y será en forma instantánea, en “un abrir y cerrar de ojos”  (1 Cor. 15, 51-52).
Volveremos a vivir, pero no como estos tres del Evangelio, que volvieron a la misma vida que tenían antes.  Cuando el Señor nos resucite en la otra vida, volveremos a vivir, pero en una nueva condición:  con cuerpos incorruptibles, que ya no se enfermarán, ni sufrirán, ni envejecerán, sino que serán cuerpos gloriosos similares al de Jesús después de su resurrección.   Más importante aún, nuestros cuerpos resucitados serán ya inmortales:  ya no volverán a morir.
En la Primera Lectura (Sb. 1, 13-16; 2, 23-24), se nos explica el origen de la muerte. La condición en que Dios creó a los primeros seres humanos, nuestros progenitores, era de inmortalidad y de total sanidad:  no había ni enfermedades, ni muerte.  Pero, nos dice esta lectura del Libro de la Sabiduría, que la muerte entró al mundo debido al pecado y a “la envidia del diablo”.
Sin embargo, sabemos quesolamente experimentarán la muerte eterna quienes estén alineados con el diablo, pues resucitarán para la condenación y estarán separados de Dios para siempre.  Pero quienes estén alineados con Dios, si bien experimentarán la muerte física, que no es más que el paso a la eternidad, vivirán para siempre (cfr. Jn. 5, 28-29; Hb. 9, 27).   Y vivirán para siempre en el infinito gozo y felicidad de la vida con Dios y en Dios.  Y esa felicidad será eterna:  para siempre, siempre, siempre ...
La Segunda Lectura (2 Cor. 8, 7.9.13-15) nos habla de solidaridad.  San Pablo organiza una colecta en favor de los cristianos de Jerusalén que se encontraban pasando penurias debido a las malas cosechas en el año anterior, “año sabático”, en que los judíos no sembraban, pues debían dejar descansar la tierra.
San Pablo recuerda a los que tienen más, que su abundancia remediará las carencias de los que tienen menos.  Y que los que no tienen en algún momento ayudarán a los que ahora tienen.  Sin duda esto puede ser interpretado como aquel adagio popular:  “hoy por ti, mañana por mí”.  Pero también se trata de que el compartir bienes materiales con los que poco tienen, enriquece con gracias espirituales a los que sí los tienen.  Es así como el ejercicio de la solidaridad enriquece espiritualmente al que da, porque de esa manera“guarda tesoros para el cielo” (Mt. 6, 19-21).
Y para estimular a los Corintios y a nosotros a ser generosos, San Pablo nos recuerda cómo Cristo, “siendo rico, se hizo pobre por ustedes, para que ustedes se hicieran ricos con su pobreza”.
Sin duda se refiere San Pablo, no sólo a la condición de pobreza material de Jesús, sino también a lo que en otra oportunidad comunicó en su carta a los Filipenses (Flp. 2, 5-8): que Cristo, a pesar de su condición divina nunca hizo alarde de ser Dios y se rebajó (se hizo pobre) hasta pasar por un hombre cualquiera y llegó a rebajarse hasta la muerte y una muerte de cruz, la más humillante muerte que podía haber para alguien en su época.
Esa “pobreza” de Cristo, ese rebajarse hasta parecer ser un cualquiera, esa “pobreza” por la que murió, nos ha hecho a nosotros “ricos”, muy ricos,  en gracias espirituales.  Porque por la redención que obró con su muerte en cruz nos hizo herederos de una riqueza infinita, que no se acaba nunca y que dura para siempre:  la Vida Eterna.

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