Paralizado,
ciego al borde del camino,
mendigo las sobras ajenas;
pero niguna de ellas me sosiega.
Sobrevivo;
la vida se me escapa como un río
que pasa
sentado a su orilla,
bebiendo de sus aguas remansadas
como un animal herido,
eternamente sediento.
De repente
tu presencia despierta en mí
lo más oculto de mí mismo;
hay una voz escondida en mi interior
que grita tu nombre:
“hijo de David”
y mi plegaria más hermosa:
“¡compasión!”
Voz invisible en la espesura de mi noche;
voz encendida por el aroma de tu presencia
y el anhelo que desprenden
el eco de tus pasos.
Eres tú quien me llama,
es tu voz la que pronuncia mi nombre;
pero son tus amigos los que me animan
con palmadas de caricias sobre mi alma.
De un salto me levanto,
dejo mi capa envuelta en sus apegos
y me acerco a tu voz luminosa,
con confianza.
Es ella la que saca de mí
esa luz escondida que llaman “fe”;
una luz a la que me abrazo como un niño
en sus primeros y torpes pasos
sabiendo que al otro lado del abismo
el abrazo amable de la madre
siempre aguarda.
Te seguiré por el camino.
Sé que vas a Jerusalén,
que unas manos preñadas de ira y de violencias
te quitarán la vida;
que una tumba oscura te aguarda
para secuestrar tu luz y mi esperanza.
Pero no me importa
porque ahora sé
que si hay camino es porque también hay meta,
que si existe el horizonte es porque tras él
la tenue luz que cada día se nos oculta
sigue viva,
como viva está mi alma de tu luz y tu alegría.
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